Afortunadamente la lectura sigue siendo el lugar al que retirarse de un mundo insano...
Los Cuentos de Pratt
(Historias que no son cuento...)

El encuentro del cazador

EL ENCUENTRO DEL CAZADOR
I
LA GUERRA


El silbato del tren lo sobresaltó, había entrecerrad
o los ojos por un momento y como siempre las imágenes de la guerra se colaban en sus retinas.
Garibaldi era un buen hombre, y como a tantos lo había seducido en su lejana Calabria, (¿Cómo estaría su Angelina?, ¿Sabría ella cuanto la amaba todavía?) para seguirlo en aquella lucha sin futuro...
Los primeros días fueron bellos, el uniforme, tan distinto
a su ropa de campesino, los caballos, la música marcial; y el fusil, reluciente y con aquel inconfundible olor a aceite. Después vino la muerte, el dolor la suciedad de la guerra y sus miserias…
“¡Levantasi muchachi que la cuatro sun, e lo federali son veni a Cordun!” cantaban los sargentos en las mañanas heladas para mandarlos al combate y a la muerte. Pero fue cuando Luiggi murió en sus brazos que todo cambió.
Huir de los gritos de la muerte, del hambre y del horror era ya lo único que le importaba, los trapos sucios que lo cubrían ya ni recordaban su uniforme, por eso nadie sospechó que era un desertor cuando se embarco en aquel buque.

Nunca había visto un barco a vapor tan enorme, al principio dudo entre partir o volver a Angelina; pero comprendió que si volvía a Calabria, sus antiguos camaradas lo encontrarían, y sin dudas lo fusi
larían por cobarde… debía irse ya, y con lo puesto, antes que los Federales o sus compañeros lo encontraran.

II
EL MAR


Los días en el barco fueron terribles, el hacinamiento, la mugre y el duro trabajo para pagar el pasaje se parecían demasiado a la guerra y no lo dejaban olvidarla, pero por lo menos estaba la brisa del mar que le llenaba sus pulmones y su alma.
Argentina. ¿Cómo sería aquel país a donde iba?, su amigo Luiggi le contó de los campos sin fin, del mar verde que seguía hasta el horizonte, todo pasto y vacas, ¿sería así?, ¿habría trabajo para él?, solo tenía sus brazos y sus armas (también las de Luiggi, que antes de morir se las había entregado, haciéndolo jurar que no se las entregaría al
enemigo), aunque no quería ser otra vez soldado podría cazar con ellas, como le había propuesto el catalán mentiroso que compartía su camarote.
“Los cueros se pagan con oro”, le había dicho. Y si había animales él sabría muy bien como usar sus armas para hacerse con ellos, y q
uien sabe, hasta podría ahorrar lo suficiente para traer a su Angelina (¿lo esperaría todavía?), de todas formas el tenía que ver con sus ojos aquellas tierras de las que se decía que se podía andar toda una semana a caballo sin ver una sola montaña…

III
EL TREN

Hotel de los Inmigrantes se llamaba el lugar donde lo pusieron ni bien desembarcó, luego vino ese empleado del Gobierno preguntando sus señas… tuvo que mentir, quien sabe si del consulado no lo rastrearían para mandarlo al paredón, por eso dio el nombre d
e uno de sus antiguos camaradas muertos que no tenía familia.
El hotel tenía unos pasajeros de lo más variopintos, había allí gente de todas partes, rusos, españoles, turcos, árabes, franceses, polacos y desde luego, italianos como él; tuvo suerte ya que en el pabellón donde lo alojaron le tocó un compañero genovés; un muchacho lleno
de proyectos que quería establecerse y “hacer L`América” como decían entonces.
Fue él quien le contó que una tal viuda de Cruz, estanciera y mujer de fortuna tenía ganas de fundar un pueblo alrededor del parador del tren llamado Escobar, este muchacho de apellido Spadaccini soñaba con tener un gran hotel de lujo en aquellos lares. Lo escuchaba con fascinación hablar de aquella tierra que pronto se poblaría y que tenía hermosos ríos y un clima benigno.
Por eso, de todos los rumbos para elegir, decidió seguir a aquel muchacho hacia ese lugar.
No podía creer la belleza de esa tierra tan plana, tan sin rocas, tan cálida luego de frío helado de la guerra. El traqueteo del tren lo fue adormeciendo hasta que escuchó el silbato.


IV
LA CAÑADA DE ESCOBAR

El tren a vapor se detuvo con estrépito, Pietro Ghia, tal su verdadero nombre; descendió del tren con sus herramientas, sus armas y su soledad.

                        
El genovés le propuso hacer noche en una tienda de campaña, ya que en aquel sitio el pueblo era solo un proyecto y no había más que campo y algunas casas perdidas en él.
Esa noche durmió por primera vez en mucho tiempo en paz, sin el eco de los cañones en su sueño, y al alba, cuando despertó, supo que, definitivamente, aquel era su lugar en la tierra.
Luego de tomar un té hirviente y de encargarle al peón del parador sus pertenencias, fueron a ver a un tal Lisandro Medina, quien, según supieron, era el encargado de vender los terrenos de la viuda. El hombre los recibió amablemente y les indico que hasta el remate de las tierras deberían hablar con la viuda. Caminando bajo el sol de la mañ
ana llegaron al casco de la estancia de Cruz, donde los recibió una mujer menuda, pausada y de ojos vivaces e inteligentes… “Eugenia Tapia es mi nombre y son bienvenidos” les dijo. Enseguida, el parlanchín genovés le explico su proyecto y la mujer sonreía encantada, mientras por momentos observaba al acompañante con gesto preocupado. “Vengo de una guerra” contesto a sus preguntas, y la discreta mujer no insistió.
El genovés trato de convencerlo de que fuera su socio, pero Pietro ya tenia un destino: Había oído a la señora Tapia decir que en los barrancos del río Luján un niño bien quería construir una destilería de alcohol y estaba contratando gente, y hacia allí fue con su bolsa y
sus armas. No pudo encontrar trabajo. El dueño del complejo no quería ex soldados en su destilería y mucho menos si eran calabreses, salió de la oficina y miró hacia el este… el reflejo del sol en el río, el aire puro y un deseo de conocer la rivera lo llevo hasta la orilla. Se enamoró de aquel lugar y supo íntimamente que ya no lo dejaría.

V
EL CAZADOR


Trabajó sin descanso, día y noche; hasta que construyó una cabaña en un recodo del Luján. La abundancia de animales (lobitos de río, nutrias, carpinchos, patos y tantos, tantos otros) le hacía la vida fácil y tranquila. Comerciaba activamente los cueros con un tal Tossio, un compatriota que tenía los campos pegados a la destilería de la alta chimenea, por otra parte, su amigo genovés ya estaba construyendo su famoso hotel, y, a cambio de carne fresca de venado, lo proveía de sal, ropas, pólvora y las herramientas que necesitaba. Sin embargo, fuera de la sociedad que mantenía con el estanciero y su amigo, se mantenía hosco y apartado de la gente, cosa que fue haciéndose más notoria con los años.
“Por ahí anda el cazador” decían los peones de la destilería, que a falta de conoces su nombre, lo bautizaron así, sin mucho esfuerzo.
Su figura se hizo conocida y hasta quizás temida. Pronto se conoció a aquel lugar como La cañada del cazador o las tierras del c
azador. Pero fue cuando los peones que, a fuerza de pala estaban construyendo el canal desde la destilería al río, que supieron quien era realmente aquel misterioso cazador.
Un grito se oyó cuando una de las hermosas muchachas de miriñaque que acompañaban al señorito de la destilería se vio, de pronto y frente a frente con un yaguareté. Una sombra armada con un puñal fue lo que detuvo a la bestia, tras él la figura de Pietro se hizo conocida. Muchas veces había espiado desde los árboles el lago artificial de la fábrica, donde el atildado dueño navegaba con su barquito a vela dejando  boquiabiertas a las niñas de la sociedad. Ellas le recordaban a su Angelina y muchas veces se había retirado a su cabaña con una lágrima en su mejilla ante el recuerdo doloroso de su amor ausen
te.
“Hombre noble y valiente” comenzó a decir la gente de él, y aunque muchas veces intentaron que viviera en el poblado, siempre prefirió su rincón del río.
Así los años fueron pasando y él fue envejeciendo.

                                 

VI
LA LEYENDA

Un crepúsculo como nunca antes había visto teñía de rojo violento el horizonte mientras Pietro recogía los pescados que el río generoso le ofrecía. Sus cansados huesos ya no tenían la fortaleza de antaño, ni sus manos la pericia con la red.
Un fuerte dolor en el pecho lo enderezó de golpe, pasó, “me voy a sentar un rato a descansar” pensó mientras apoyaba su encorvada espalda contra un aliso de la orilla.
Pronto una rara bruma fue cubriendo el paisaje conocido, desdibujándolo y haciéndolo distinto. Creyó entonces estar en las trincheras con su amigo Luiggi y su sonrisa luminosa, escuchando los acordes de la música marcial, creyó reconocer también entre la bruma a su ma
dre, que tanto lloró al verlo partir a la guerra. Le pareció volver a percibir el aroma de las laderas floridas de las montañas de su lejana Italia y el perfume de…
Una voz se escuchó allí cerca, que lo llamaba dulcemente… “Angelina”, pensó girando la cabeza con esfuerzo, con aquel dolor que ya estaba cediendo.
Entre la bruma vio venir a su amada, con aquella falda floreada con la que la viera por última vez, cuando partió a caballo tras Garibaldi.
Estaba tan hermosa y joven como entonces cuando tendió su mano hacia ella y descubrió que él también era otra vez joven y deseaba seguirla hacia aquella luz que brillaba en el monte.

                           
El cuerpo de Pietro se deslizó suavemente hacia el agua y se sumergió justo un segundo antes de que desapareciera el último rayo de sol. El río, en su eterno fluir hacia el mar se lo llevó lejos y nadie sup
o nunca más de él.
Así nació la leyenda.


 
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