El Puestero
Estancia La Jorobada, 37 km. al nordeste de General Pico, provincia de La Pampa
Mayo de 2002
El torito levantó primero las orejas... recto hacia la puerta del rancho, luego entreabrió los ojos. La quietud de la noche solo era quebrada por el suave crepitar de las brasas en la cocina “económica”, y sin embargo algo había despertado el instinto del animal.
El perro levantó apenas el hocico y algo le hizo erizar los pelos del lomo; no sabía que pasaba, pero su instinto ya lo había despertado del todo... dirigió una mirada al hombre que dormía en el catre a su lado, luego a la escopeta de dos cañones que estaba apoyada en la pared, y volvió a mirar a la puerta. En ese momento una luz muy intensa se colaba por debajo, y la hendija entre esta y el piso brillaba con furia. Torito se irguió y dio tres pasos hacia ella pero de pronto se detuvo en seco, un suave gruñido le ganó la garganta, una sombra se movía allá afuera, entre la luz y la puerta.
Dio tres pasos hacia atrás y se volvió a echar en el piso, casi rozando con la cola la empuñadura del arma, la que tantas veces había visto en manos del hombre, demostrando su poder. El instinto le decía que sus dientes no le servirían para defenderse de aquello.
Pero el hombre no se movía, seguía durmiendo profundamente sin notar la intensa luz que ahora no solo entraba por la hendija de la puerta sino también por todos los intersticios del rancho.
El perro agachó las orejas hundiendo la cola entre las patas, mientras gemía quedamente, deseando que el hombre despertara y con el arma los defendiera.
Cuando la puerta se abrió suavemente y aquel enceguecedor vórtice de luz entró al rancho, torito solo se arrastró debajo de la cama y comenzó a temblar.
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Julián Carripilon entreabrió los ojos con pereza, la luz rosada del amanecer se filtraba por entre las tablas de la ventana del rancho, una extraña pesadez lo retenía aún en el catre, entre la tibieza de las cobijas. Eran frías las noches ahí en La Jorobada, la chacra de la que era puestero desde hacia dos años, a siete leguas y media al noreste de General Pico, en la provincia de La Pampa.
Se decidió al fin y se irguió. Sus pies buscaron las alpargatas en el piso, pero tropezaron con el Torito; el perro estaba echado ahí, sobre el calzado del puestero y lo miraba de manera rara.
– Que te pasa torito?, le habló con voz suave... mucho frío anoche que te echaste acá?
El perro movía la cola, inquieto y nervioso; pero su dueño no comprendía aquel comportamiento ni la razón de aquella mirada. Se vistió rápido y acomodó algunos leños en la cocina, la que de inmediato levantó llama y caldeó el rancho.
Tras unos mates amargos y dos gruesas rebanadas de pan con una tira de panceta, el puestero abrió la puerta del rancho. Un nuevo día de mayo asomaba y el frió era importante, se puso el poncho de vicuña, la boina y salió a la pampa.
El bicherío estaba alborotado aquella mañana, bandadas de chajaes y otras aves revoloteaban una y otra vez sobre el tanque australiano de setenta mil litros que brillaba allá a medio kilómetro, justo al pié de los tres molinos de viento. Aquel lugar proveía de agua a los animales de la zona, ya que los ojos de agua naturales estaban secos por la intensa sequía del pasado verano, también parte de la hacienda se había juntado cerca de los pocos caldenes que rodeaban al agua. Algo raro pasaba, no era normal semejante reunión de animales en el mismo lugar.
Decidió ensillar el moro e ir allá a ver que pasaba. Pasó primero por el rancho y levantó el Colt “caballito” del .38 que siempre dormía bajo su almohada, no fuera a ser que con tanta reunión de animales a algún puma se le diera por ir a ver también...
Lo primero que le llamó la atención al puestero fue ver al moro sudado... el frío de la pasada noche no se condecía con la transpiración que corría por los ijares del caballo, que estaba nervioso y se negaba a dejarse colocar el freno y la cincha.
– Qué está pasando acá?... pensó para sus adentros el puestero.
Luego de renegar un rato pudo al fin preparar el caballo y salió hacia los molinos. Camino antes de llegar, un remolino de animales de todo tipo se apartaban del paso del caballo. Aquello era de verdad raro y el hombre tocó instintivamente la cacha del revólver y comprobó que el facón estuviera en su lugar, en la cintura y a su espalda.
Descabalgó y se acercó despacio al tanque, una miríada de animales lo observaban desde todos los ángulos. Descubrió entonces las razones de tanta reunión.
El tanque estaba completamente vacío. El fondo del mismo mostraba costras secas y resquebrajadas de barro, y varios peces que habitaban ese sitio se veían resecos en el fondo...en ese momento entendió por que aquellos animales se habían reunido; la única fuente de agua en kilómetros estaba vacía.
Julián no podía entender como se había vaciado aquel tanque, ya que dos días atrás había estado allí cerrando las aspas de los molinos justamente porque se desbordaba y había demasiado barro en los alrededores.
Dedicó una prolija inspección al gigantesco tanque australiano pero no halló rajadura, fisura o hueco que explicase la pérdida de agua, controló las exclusas que la conducían a los bebederos de la hacienda, pero tampoco encontró nada roto ni fuera de lugar, los goteadores estaban en posición pero solo sacaban agua para llenar los piletones una vez cada dos días... algo raro pasaba en La Jorobada, pero el puestero no lo podía explicar.
La hacienda se arremolinaba nerviosa sobre los bebederos, por lo que debería desplegar las aspas de los molinos para volver a llenar el tanque.
Mientras volvía al rancho para buscar las herramientas pensó como toda esa agua podía haber desaparecido de la noche a la mañana sin hacer siquiera un poco de barro alrededor. Evidentemente algo muy extraño estaba pasando y eso le daba un poco de miedo. Cuando consiguió ese trabajo, el viejo puestero que vivía allí antes que él le había contado cosas que Julián atribuyó a la senilidad y alcoholismo del viejo, pero ahora cobraban inusitada vigencia al ver, él mismo, algo que simplemente no debía pasar... setenta mil litros de agua no pueden desvanecerse en el aire, mucho menos filtrarse al piso en un día sin dejar un charco colosal.
Llegando al rancho se dio cuenta de algo que no había notado; el torito no lo había seguido cuando salió a caballo, se había quedado en el rancho sin pasar de la puerta y lo miraba venir al galope moviendo la cola pero sin pasar del umbral y ladrando a toda furia.
– Peso será posible?, qué es lo que está pasando acá, canejo?... el caballo sudado una noche de helada, vos que tenes miedo de salir del rancho, el tanque vacío.... que cosa de mandinga esta pasando...? hablaba a viva voz dirigiéndose al perro mientras descabalgaba.
– Antes de abrir los molinos voy a comer algo, sino se me va a pasar la tarde allá, pensó.
Fue al corral de las gallinas a buscar unos huevos para el almuerzo, siendo grande su sorpresa a ver que las ponedoras estaban acurrucadas en un rincón y como sonámbulas, apáticas, y sin haber puesto un solo huevo. En ese momento un escalofrío le recorrió la espalda y por primera vez sintió miedo.
Algo fuera de lo normal estaba pasando y afectaba a los animales y también las cosas, algo que no podía explicar, pero le asustaba.
Preparó el almuerzo, un gran pedazo de carne a las brasas que acompaño con un poco de arroz y vino... el torito se acercó a la mesa y comió, pero poco, algo que siguió sorprendiendo al hombre.
Después de comer preparó las herramientas y antes de salir para el tanque debió arrastrar al perro fuera del rancho para que lo acompañara... el mismo gemía mientras corría al lado del caballo sin separarse mas de dos metros de él en todo el trayecto.
Se sorprendió de no ver a los animales alrededor de los molinos como en la mañana, pero pensó que quizá hubiesen hallado agua en otro sitio.
Ató al moro a uno de los molinos y se subió a él. Mientras desplegaba las aspas un zumbido fortísimo le embotó los oídos al punto de hacérselos doler, miró en todas direcciones para ver de donde provenía aquello pero no vio nada. Un instante después el caballo empezó a moverse inquieto y a relinchar presa de gran nerviosismo, tironeando la rienda de cuero hasta hacerla sonar como bordona de guitarra.
Tuvo que bajar de la plataforma para aflojar un poco la rienda porque el caballo estaba a punto de arrancársela del freno.
En ese momento los vio.
Tres discos oscuros se recortaban en el firmamento y se movían en dirección a los molinos, venían por el cielo sin otro sonido que aquella especie de silbido, eran enormes, mucho mas grandes que los camiones que a veces llegaban al campo a recoger la hacienda del patrón; totalmente negros, se veían nítidos contra el cielo. Al acercarse mas pudo ver que desde la parte superior de ellos salía una especie de caño que le recordaba los de un tanque de guerra que viera en una película en el cine del pueblo. No sentía miedo pero sí la necesidad de soltar al caballo que se retorcía y pataleaba contra la base del molino. Sin pensarlo sacó su cuchillo y de un tajo cortó la rienda, lo que le permitió al animal correr campo adentro. Hecho esto volvió a mirar para arriba comprobando que uno de aquellos sombreros voladores (eso le parecieron en ese momento) se había detenido justo encima y a no mas de tres o cuatro metros de las aspas, dando la impresión de poderse tocarlo con solo subir hasta allí. Los otros dos se situaron también sobre los otros molinos.
En ese instante pensó en sacar el revólver y dispararle, y justo mientras intentaba hacerlo perdió pié y cayó.
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El crepúsculo ganaba la pampa cuando despertó, estaba de espaldas en el piso y junto al tanque, no recordaba que hacía allí ni como había llegado hasta donde estaba, ya que lo ultimo que recordaba era estar cayéndose del molino mayor, justo a unos cuarenta metros de ahí.
Se levantó y comprobó que fuera del polvo que tenía encima, no tenía magullones ni lastimaduras... tampoco le dolía nada a pesar de haber caído de unos cuatro metros.
Su caballo estaba a unos cien metros pastando tranquilamente y no veía al torito por ninguna parte.
Silbó al caballo quien se acercó manso, le arregló las riendas y lo volvió a atar al molino. Concluyó el trabajo y puso a andar las aspas con el viento, mirando hacia todos lados a ver si veía aquellas cosas en el aire.
Cuando se alejaba rumbo al rancho, ya casi cerrando la noche, escuchaba como se llenaban los bebederos y un gran coro de animales se acercaban a beber.
Estaba llegando cuando lo vio al torito. El perro estaba acurrucado bajo el banco que tenía junto a la puerta para cuando mateaba de tarde; cuando la abrió, luego de poner el caballo en el establo y darle alimento del fardo, el perro se zambulló dentro del rancho y se echó junto a la cocina.
Mientras se preparaba un guiso, tomando unos mates pensaba en las circunstancias de lo que había vivido y por primera vez sintió gran miedo y comprobó lo solo que estaba allí. Instintivamente tomó la escopeta y la cargó con dos cartuchos, dejándola a un lado de la mesa. También colocó la tranca en la puerta, algo que no había hecho nunca desde que vivía allí.
El torito parecía mirar la maniobra satisfecho y quizá pensaba que ahora sí el hombre había elegido bien la herramienta para defenderlos.
– Vos sabés algo, torito, que carajo eran esas cosas y por que me dejaste solo?, cagón; le preguntaba en voz alta al perro, que lo miraba desde el rincón junto al catre... No importa, sean lo que sean, si vienen esta noche los voy a saludar con pólvora...
Luego de comer salió fuera del rancho para ver las estrellas y armar un cigarro, que fumó despacio sentado en el largo banco mientras tomaba una copita de caña. Las estrellas brillaban fuerte en el cielo y la helada caía mansa sobre el campo. Allá a lo lejos se oían los animales corriéndose cerca de los molinos.
Se acostó y no tardó en dormirse.
No se había dado cuenta mientras estaba afuera, que tres de las estrellas mas brillantes se movían lentamente en dirección al rancho.
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A las tres de la mañana se despertó sobresaltado, la lamparilla de noche que siempre dejaba encendida daba un aspecto lúgubre al interior del rancho, el perro lo miraba ansioso desde el piso. Se levantó y espió por las mirillas de los postigones de las ventanas. Algo corría afuera y muy cerca del rancho, se asustó y manoteó la escopeta, un sudor helado le corría por la frente al ver un bulto en el piso como a cien metros del rancho, que iluminado por la luna se distinguía nítido en la planicie... pero lo que lo asustaba mas eran las figuras que se movían a su alrededor, aquello no era habitual ni mucho menos, sacó la punta de los cañones por la mirilla y descargó un escopetazo, que se oyó con estruendo en el silencio de la noche.
Inmediatamente volvió a oír el espantoso zumbido que oyera en el molino la tarde anterior y supo sin dudas que esas cosas venían para allí, cargó rápidamente la escopeta y se calzó el revólver a la cintura mientras una intensa luz iluminaba cada rendija del rancho desde todas las direcciones, aterrorizado, se acurrucó en el piso abrazado al torito, que gemía mirando hipnóticamente la puerta del rancho.
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Las luces del amanecer lo despertaron. Al principio no entendía nada, no podía recordar como se había desvestido y acostado en el catre otra vez. Torito estaba al costado de la cama profundamente dormido y la escopeta estaba contra la pared. Su revólver estaba sobre la mesa y no debajo de la almohada según su costumbre. Poco a poco los vagos recuerdos de la noche volvían a él... vio los cartuchos vacíos en el piso y recordó de pronto por que los había disparado, abrió una de las ventanas y miró hacia el bulto que viera en la noche, allí estaba, en el mismo lugar que le viera. Se vistió rápidamente y sin desayunar, escopeta en mano de dirigió al lugar, al salir no se percató que la tranca que había dejado colocada al acostarse no estaba puesta. Torito ni siquiera había despertado aún.
Desde lejos se adivinaba aquel bulto descarnado del misterio. Una vaca se encontraba tumbada allí, muerta. Esto que es algo habitual de ver en el campo, esta vez era distinto, la misma estaba carneada, pero de una forma extraña... mostraba inquietantes huecos: donde debería haber un ojo, la quijada, una de las orejas, el recto, una ubre, el aparato genital, había nítidos, impecables agujeros sin la menor gota ni derrame de sangre. El puestero se persignó y un profundo miedo se le instaló en los huesos, miró para todos lados y vio varios bultos mas.
Con aprensión se acercó a ellos y comprobó que varios animales silvestres estaban en idénticas condiciones que la vaca. Con gran temor fue hasta el galpón donde estaba el moro, el caballo lo miró con la cabeza gacha y se dejó ensillar sin problemas, al salir le silbó al torito pero este no apareció.
Cabalgó toda la mañana y gran parte de la tarde por el campo, comprobando que había al menos unos veinte o treinta animales en igual condición que la vaca.
Volvió al rancho apesadumbrado y pensando que le diría al patrón que vendría al otro día, al entrar le extrañó que torito siguiera durmiendo
– Torito! Vamos vamos!!!! que te pasa perro?... le decía mientras se acercaba a él.
Cuando lo tocó, el animal se derrumbó hacia un costado.
Estaba muerto, vaciado con idéntica precisión que la vaca y sin una sola gota de sangre. El puestero abrió grande los ojos y un grito de impresión brotó de su garganta. Salió corriendo hacia el galpón para ensillar el moro y salir al galope de allí... sin embargo ya era de noche y por el oeste tres luces muy brillantes parecían dirigirse hacia el rancho.
Sacó el cuerpo del torito y se encerró, colocó las trancas también en las ventanas y las clavó para que no se pudieran sacar. Cargó escopeta y revolver y se atrincheró detrás del catre con el hacha y su cuchillo sobre la cama. Ese sonido espantoso volvió a oír y con horror veía como el rancho parecía encenderse con luces de colores que entraban por los agujeros, las sombras de las cosas bailaban dentro del lugar incendiadas de colores brillantes mientras aquel zumbido le embotaba los sentidos, mareándolo cada vez mas y mas, disparó la escopeta sin saber a que, destrozando la damajuana de caña y una olla de aluminio mientras lentamente se iba desmayando, ahogado por aquellas luces y sonidos desconocidos...
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El grito de un chajá lo sobresaltó, miró a su alrededor sin entender, estaba montado en el moro, vestido y en el camino a Pico. Como había llegado allí no lo recordaba, tampoco recordaba la noche anterior, solo el recuerdo del torito lo angustiaba... cabalgó despacio hasta que fue llegando al pueblo y la casa del patrón.
Algo en la cara de Julián debió convencer al patrón y a su esposa que esa historia, digna de un loco tendría algo de cierto. Ataron el moro a un árbol y salieron para el campo en la camioneta. A medida que atravesaban tranqueras iban divisando los bultos tumbados en el piso, hasta que llegaron al rancho. El cuerpo del torito estaba a un costado de la puerta, mudo testigo de aquella noche de pesadilla, adentro el rancho estaba a oscuras; cuando abrieron las ventanas vieron algo increíble. Todas las paredes estaban cubiertas de un moho parecido a una especie de liquen de color amarronado, las pocas cosas de Julián fueron sacadas y el patrón, para evitar lo que creía una peste o algo así, decidió quemar el rancho, con todo dentro. También quemó los animales mutilados, excepto uno, que quedó cerca de una vieja tapera y que no vieran en la recorrida del campo.
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Unos meses después trajeron a la chacra unos contenedores de acero convertidos en vivienda, mucho mas confortables y equipados que el viejo rancho, los que fueron ubicados en otro ángulo estratégico de la propiedad, bien lejos del antiguo casco. Los molinos fueron reparados y modernizados y al tanque se le adaptó una alarma para avisar, por medio de una banderilla, si el nivel de agua bajaba demasiado.
Lo sucedido en La Jorobada se repitió como calco en toda La Pampa y muchas otras provincias, había miedo, mucho miedo entre la gente del campo, nadie podía explicar la falta repentina de agua de los grandes tanques ni tampoco la extraña precisión quirúrgica de los cortes y faltantes de los distintos animales. Con el tiempo, las cosas parecieron volver a la normalidad.
Julián Carripilón siguió trabajando en La Jorobada, pero ya no se quedaba de noche y cuando por alguna circunstancia debía hacerlo, no se quedaba solo. Tampoco volvió a ir al campo a caballo, a partir de aquellos acontecimientos, lo hacía en una Ford F100 que el patrón le había comprado, y con ella ganaba buenos pesos llevando a los periodistas a fotografiar el animal muerto que había quedado allá, y que los carroñeros jamás tocaron... y siempre lo hacía con tres cosas; su escopeta, su revólver y un cachorro de pitbull, que le regalara la esposa del patrón, y al que llamó Toro.